Por muchas razones, conocidas por todos, consideramos que el tema de la soberanía es hoy en Cuba de importancia fundamental.
Sonará, para algunos, como algo referido al cuidado de nuestras fronteras. Otros, inmediatamente, harán alusión a nuestras relaciones con otros países. Para varios, no lo dudemos, será sencillamente un tema pasado de moda. Para no pocos, será algo lejano, ajeno, desconocido, debido al déficit profundo de educación cívica que sufrimos como resultado de la hemiplejia de la educación manipulada por una sola ideología.
Deseamos compartir con nuestros lectores algunos criterios de juicio, fuentes inspiradoras y unos valores determinantes para profundizar en el tema, con el deseo de que se anime un debate cívico serio y responsable en este momento único de nuestra historia nacional.
Desde tiempo inmemorial, los pueblos eligieron a sus soberanos, que en ese tiempo y aún en los nuestros significa “el que ostenta el poder, el que gobierna”. Especialmente durante la Edad Media y las monarquías absolutas, el soberano era, al mismo tiempo, el símbolo del Reino o del Feudo, el que tenía todo el poder, el rey o señor de vidas y haciendas, el inspirador de leyes y campañas militares, e incluso, para muchos pueblos y culturas, se le consideraba una persona elegida por Dios, o por una divinidad subsidiaria, como una especie de Ungido, Mesías o Líder espiritual de una mezcla entre una religión secular y un gobierno teocrático. Las gentes, como se les llamaba, el burgo, no eran más que siervos de la gleba, súbditos y vasallos. Eran la parte de la humanidad que no tenía otra vocación, ni otra alternativa que obedecer y aclamar al soberano o ser expulsados del mundo de los vivos.
El mundo evolucionó y el feudalismo pasó. Aqullas monarquías pasaron y los señores feudales fueron sustituidos por señores del burgo, del pueblo, es decir, por la burguesía. Se hicieron revoluciones contra los soberanos reales y se apoderaron del poder los burgueses reales, unos, reciclados de la aristocracia y otros venidos del mundo de la novedosa economía de empresas de la modernidad. Estos fueron los nuevos soberanos, por primera vez plurales, más de uno, con poder político y económico compartido, y los siervos dejaron de ser vasallos pero no llegaban a ser ciudadanos, aquellos nuevos soberanos sólo tenían masas, solo querían tener masas arengadas y manipuladas, masas sin conciencia cívica y sin responsabilidad pública, masas-mano de obra y correas de transmisión.
Pero el tiempo pasó y el mundo evolucionó y nacieron las repúblicas, cuyo nombre habla por sí solo. Palabra compuesta por los vocablos latinos «Res» que significa «cosa» y la palabra «pública» que significa «del pueblo». Así nacía un proyecto de convivencia social donde por primera vez, los que habían venido a ser «estados-naciones» se convertían en repúblicas, es decir, acordaban organizarse como «una cosa pública», como «algo de todo el pueblo».
Los pocos «soberanos» de las aristas de la sociedad, es decir, las aristocracias del poder, del saber y del tener, eran desplazados, por lo menos en teoría, por un sujeto emergente, nuevo en su estatus político y tan viejo como cada ser humano, nuevo por la cuota de poder que le era reconocida, pero que era tan vieja como su condición de persona. Por primera vez en la historia de la humanidad, cada persona y no solo los libres como en Atenas, cada ser humano, por el simple y trascendental hecho de nacer en este mundo, nacía siendo soberano. En las repúblicas de los estados modernos ya no tienen ni lugar ni sentido las personas que viven como siervos, o son tratados como vasallos o permiten ser tratados como súbditos.
El tiempo pasó, el mundo evolucionó. Todo pasa. Y los antiguos súbditos se convirtieron en ciudadanos. Las masas despojadas de sus derechos y de su dignidad personal por un poder soberano en manos de uno o de un grupo, se convirtieron en pueblos responsables de ejercer su ciudadanía, es decir, su soberanía, o lo que es lo mismo, personas, adultas y libres, formadas e informadas, de tal manera y con todos los «secretos» de la nación, como para poder pensar con cabeza propia, expresar libremente lo que piensan sin temor a ser castigados por ello, y con el derecho y los espacios y estructuras adecuados para actuar según su conciencia, con el solo marco del respeto al derecho ajeno, la salvaguardia de la paz ciudadana y la búsqueda del bien común.
Después, y aún hoy, cuando se habla de soberanía se piensa sobre todo y primero en defender las fronteras y en defenderse de un enemigo externo que desea invadirnos o anexarnos. Y eso tiene su fundamento en esa larga historia de dominación entre los centros hegemónicos y los bloques ideológicos. Creemos que no habría soberanía nacional sin la soberanía conciente y ejercida por cada ciudadano, porque los gobiernos solos no pueden sostener ni resistir esos peligros. Cada vez más las fronteras ceden a la integración y las relaciones internacionales tratan de basarse en el respeto y el derecho de los demás. Preparar a los pueblos para defender sus fronteras es bueno, pero responde a una amenaza externa, y creemos que esta amenaza pueda potenciarse o disimular otra amenaza interna y solapada, que es la pérdida de la soberanía ciudadana que tiene como fruto y señal visible el desarraigo y un deseo irreprimible de salir, escapar, viajar hacia «lo de afuera» en una especie de exilio interno, externo o una emigración económica que habla muy mal de la supervivencia y la convivencia en el propio país. ¿No es esta pérdida de soberanía ciudadana, de poder ser, de poder tener, de poder saber, un peligro igual o mayor que la amenaza a nuestras fronteras nacionales? Ambas son indeseables y éticamente inaceptables. Repudiables y prevenibles, pero ¿a quién le correspondería la responsabilidad mayor en cada caso?
Este breve recorrido por siglos de experiencia de la humanidad, hecho casi esquemáticamente, podría servirnos para tomar conciencia del camino recorrido, de los siglos gastados por las sucesivas generaciones para pasar de la esclavitud a la libertad compartida y responsable. Han sido milenios de trabajo y educación, realizada por lo mejor de los pueblos para convertirse en naciones modernas. Han sido ríos de sangre, inenarrable violencia institucionalizada o permitida por el poder civil o religioso, han sido guerras cruentas y guerras «frías», de distinta manera criminales, en que las armas de las batallas campales se intercambiaron con las batallas ideológicas iguales de avasalladoras aunque distintas en método y sutilezas. Todas dañaron la dignidad y los derechos de la persona humana, todas trataron como soldados o como adoctrinados a los que debieron ser tratados como soberanos, es decir, como ciudadanos.
Tal sacrificio ha llegado a holocaustos, así en plural, a derecha e izquierda, de no se sabe qué centro también descentrado;lucha, en ocasiones, desquiciada por alcanzar el necesario equilibrio siempre precario, siempre en gestación, pero sin dejar de ser búsqueda de una mayor dignidad para cada persona, conquista de unos derechos, innatos a cada hombre y mujer, cada vez mejor reconocidos; en fin, siglos buscando que la soberanía venga desde abajo, venga al nacer cada persona y pueda ser ejercida, por todas y todos, con la cuota de libertad y responsabilidad que nada, ni nadie, pueda avasallar de nuevo, nada de lo viejo de esas épocas, ni autócratas del poder o aristócratas del tener, ni celosos señores guardianes del saber y de la información. El único soberano que hoy es y debería ser quien administrara el poder, el tener y el saber todo lo necesario para hacerse cargo de la «cosa pública», son los ciudadanos, eso si somos de verdad una República. Lo demás o es mueca, o es máscara o es ignorancia. O todo mezclado. Pero lo que es seguro es que es pasado. Absolutamente perteneciente al pasado.
Lo propio de los pueblos soberanos es buscar lo nuevo en el presente y acercar, por sí mismos, lo nuevo por venir.
Pero, ¿qué es lo nuevo en el mundo de hoy? ¿Lo verdaderamente nuevo?
Luego de las experiencias del liberalismo salvaje e individualista y del llamado socialismo impuesto y colectivista, el mundo no se va a parar, la historia no va a terminar. Si todo pasa, lo viejo y superado del pasado no podrá ser nunca lo nuevo del presente y mucho menos lo nuevo del futuro.
Del pasado, la experiencia y la lección. Del pasado, las conquistas de progreso y desarrollo de la humanidad. Y nada más.
Pero el presente no puede tener tufo a lo viejo superado o reciclado. No se trata ya de algo estrictamente político, se trata de algo esencialmente humano. Algo que se ha escapado de la mano de unos pocos y se ha hecho conciencia universal, aunque no realidad de todos los pueblos. Esto es ya algo nuevo: Lo nuevo debe salir de la soberanía ciudadana o no es verdaderamente nuevo.
Creemos que algo de lo nuevo, tarea de presente, visión de lo porvenir, pudieran ser algunas de estas proposiciones:
- Una educación para el uso de la libertad y la responsabilidad personal, que llegue a cada cubano y cubana, y que sea pensada, planificada, ejecutada y evaluada, no por un grupo hegemónico o centro de poder en Cuba o fuera de ella, sino descentralizadamente, por muchos cubanos y cubanas, sin discriminaciones políticas, filosóficas, religiosas, de sexo, raza, origen social, lugar de residencia.
- Pero educar para la libertad personal no basta, podría caerse en el individualismo. Es necesario educar para que las personas pasen de la condición de súbditos a la de ciudadanos plenos. Educar para la ciudadanía es, quizá, el reto más grande y más urgente de esta hora de Cuba y eso conlleva a vivir en comunidad de personas.
- Educar para la ciudadanía no es traspasar teoría del derecho es hacer espacios pequeños y viables para ejercer el derecho. Educar para la ciudadanía es empoderar, es dar poder a cada ciudadano, que no es lo mismo que darle un cargo real o simbólico desde el que no se puede discutir lo esencial ni lo importante, se trata de poner al alcance de cada persona los instrumentos del pensar por sí mismos, entonces no le tendremos que explicar las noticias y todo lo demás. Empoderar para ejercer la ciudadanía es poner al alcance de todos las herramientas para poder optar y elegir de verdad entre varias alternativas diferentes, así no tendremos que preparar antes las asambleas, o candidaturas, ni explicar cuáles son las mejores opciones sociales, éticas, políticas o culturales.
Empoderar para ejercer la soberanía ciudadana es dar la posibilidad real y plural, viable y diferente, a cada ciudadano y grupo de ciudadanos para crear o intervenir en estructuras de participación y decisión no manipuladas. Pero no para decidir en las minucias de los detalles insignificantes e intrascendentes. Eso se hace con los niños para que aprendan a ser responsables. Soberanía desde abajo es tratar de formar ciudadanos adultos, probar que lo son, creer de verdad que son adultos, confiar en que lo son y tratarlos como tales.
- Pero no basta para lo verdaderamente nuevo empoderar ciudadanos y ciudadanas, aunque eso es mucho y, quizás, más de la mitad de lo verdaderamente nuevo, hoy aquí. El individualismo, tan viejo como el ser humano, seguiría alimentando todo ello para un «sálvese el que pueda» o una opción más «light», más suave: un dejar pasar todo, dejar hacer a los demás, un indiferentismo cívico, verdadero cáncer de la cosa pública, es decir, de la democracia, que es otro nombre de la soberanía del pueblo. Es necesario ayudar a tejer, a reconstruir, el entramado de espacios de participación comunitaria, social, grupal, asociativa, que sean auténticas escuelas y talleres de solidaridad. Nos atrevemos a decir que la sociedad civil es el nuevo nombre de la democracia. El desarrollo del tejido autónomo y solidario de la sociedad civil es el nuevo nombre de la soberanía compartida. En una palabra, la sociedad civil debe ser el nuevo soberano.
- Ya lo dice el Compendio de la Doctrina social de la Iglesia, recientemente presentado en Cuba, y que debería ser un documento de consulta sistemática: la sociedad política está al servicio de la sociedad civil y no al revés. (CDSI no. 417 y siguientes) por tanto ese concepto nuevo, también en la práctica no solo para Cuba, podría ser un acicate para un cambio de mentalidad sin el cual toda educación, espacio de participación, estructura de gestión de la cosa pública, y tejido de la sociedad civil, quedaría desmantelado de su soberanía y del ejercicio de una ciudadanía responsable y decisoria. Luego, las mismas estructuras políticas, contando con su dinámica propia y cambiando las que sean un impedimento para lo nuevo y mejor, podrían ir gradualmente poniendo al alcance de los ciudadanos y grupos de la sociedad civil, la cuota de soberanía a la que siempre y en todo lugar, tienen derecho y deberían ejercer, por la sencilla razón de ser los soberanos en un sistema de convivencia verdaderamente participativo y socializado.
- Por último, intentar empezar por alcanzar los frutos, o cambiar el color de las flores, o cambiar las hojas y andar por las ramas, sin ir al tronco y la raíz de todo ello, sería proyectar la película al revés. Ya lo han experimentado otros pueblos, la soberanía vuelve a ser secuestrada por las mafias. La ciudadanía se pudre y se vende por la corrupción. La desilusión del analfabetismo cívico conduce a las masas inermes a una anomia de poder, del querer y del saber, que es la peor de las enfermedades sociales: es la anemia de la soberanía democrática que conduce, decepcionados de lo vendido como «nuevo», a la tentación de regresar a los viejos autoritarismos, populismos y mesianismos, sin presente profundo y sin futuro viable.
Una vez más, “el que no ponga el alma de raíz se seca”. Y el alma de lo nuevo es despertar la conciencia cívica, empoderarla con los instrumentos de la soberanía desde abajo, y dejar que ella misma vaya creando los espacios de participación democrática. El alma de lo nuevo es dejar libre la subjetividad de los ciudadanos para que creen su propia soberanía y para que organicen lo nuevo de su república, que es decir, organizar los nuevos espacios de la sociedad civil.
La puerta de lo nuevo, verdaderamente nuevo, no puede ser otra que la soberanía ciudadana.
Eso creemos, y eso proponemos a debate a todos los cubanos y cubanas que lo deseen soberanamente.